Comentario al Evangelio del domingo, 15 de octubre de 2017

      El otro día me invitaron unos amigos a comer en su casa. Cuando llegué, me encontré que había unos cuantos matrimonios reunidos. Era un grupo de amigos y familiares. Todos compartían la comida en amistad. Todos, menos una mujer que permanecía en silencio. Un poco ausente y con cara de pocos amigos. Alrededor de ella se notaba que el ambiente estaba un poco más frío. La parte más animada de la fiesta estaba en el lado opuesto a donde estaba ella. Y si ella se movía, parecía que llevase consigo la frialdad y el aburrimiento. No era difícil fijarse en ella. Ciertamente llamaba la atención. No nos aguó la fiesta. Pero poco faltó. 

      El Evangelio de hoy nos habla también de una fiesta. Un rey que organiza las bodas de su hijo. Eso sí que debía ser una auténtica fiesta. Pero resulta que los invitados no quieren ir. El primer inconveniente. Desprecian el banquete preparado por el rey. Tanto que el rey decide buscar otros invitados. Y vienen. Claro que sí. La gente no desprecia un banquete ni una fiesta. Es la expresión de la alegría y el gozo, de la abundancia y la plenitud. Lo que nos sorprende es la actitud final del rey. ¿Por qué echa a ese invitado que se había olvidado de llevar un traje adecuado? Esto que hoy nos relata el Evangelio es una parábola de Jesús. Se supone que el rey es Dios que invita a todos los hombres y mujeres a su banquete. Entendemos que se queden fuera los que no quieren ir, los que expresamente rechaza la invitación. Pero, ¿cómo es posible que Dios eche a alguien? ¿No está eso en contra de esa imagen de Dios Padre que acoge a todos y perdona todo?

      La verdad es que Dios no echa a nadie. No expulsa a nadie. Somos nosotros los que no entramos de verdad en la fiesta. Cuando ponemos cara de pocos amigos, nosotros mismos nos excluimos de la fiesta. Pasa como con aquella mujer de la historia. En torno a ella se creaba un ambiente de frialdad. Cerca de ella no había fiesta. Era como una especie de virus infeccioso que hacía que los que estaban cerca de ella no pudiesen celebrar ni gozar. 

      En nuestras manos está el entrar a participar en el banquete de la vida al que Dios nos invita. Pero tenemos que saber vestirnos para la ocasión. La fraternidad, la sonrisa, la justicia, son las ropas que nos adornarán y que harán la fiesta posible. No vaya a ser que le agüemos la fiesta a Dios y a nuestros hermanos.

Para la reflexión

¿Estamos siempre preparados para el banquete de Dios? ¿Tenemos suficiente justicia, fraternidad, compasión, misericordia y alegría como para vestirnos, como para compartir? ¿Qué hacemos para que nadie se quede sin su vestido?

Fernando Torres cmf

 

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