Una vida de esperanza Immagine correlata a Una vida de esperanza

Roma (Italia). En línea con el Sínodo sobre: Los jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional (cf. Instrumento de trabajo nn. 213-214), en el mes de Mayo, se comparte la octava profundización sobre el camino de acompañamiento en la juventud de las Santas, Beatas, Venerables y Siervas de Dios.

Sor Maria Troncatti “una vida de esperanza”

Maria Troncatti gozó en familia de la presencia de un padre amigo, cercano, sensible, fuerte y tierno, y de una madre llena de fe, que decía: “Pase lo que tenga que pasar, Fiat, ¡Fiat!”. Su fiat apelaba incesantemente al corazón de Dios. El amor de su padre es alimento y base de la confianza en sí misma. Desde niña experimenta el “sistema preventivo”. Decía en aquella situación de peligro: «No tuve miedo porque conservaba aún en mi corazón la gracia de la Comunión de hacía tres días. ¡El Señor ha cuidado de mí!». Jesús Buen Pastor, viene a nuestro encuentro y nos repite con serenidad y firmeza: “No tengáis miedo” (Mc 6,50).

Cada domingo Maria participaba con sus padres en la Eucaristía, el catecismo, en las vísperas y a la bendición Eucarística. Adquirió una profunda formación cristiana, que la ayudó a abrir su corazón cada vez más a la gracia de la vocación religiosa y a cultivar un fuerte impulso misionero para servir a Dios en los pobres. Fue capaz de comprender que «el discípulo misionero es un hombre y una mujer que hace visible el amor misericordioso del Padre, especialmente hacia los pobres y los pecadores».

Por la despierta capacidad intelectual de Maria, la maestra Buila organizó otro nivel más alto en la escuela para educar en ella la inteligencia y el corazón, y ayudarla a formarse un carácter firme y decidido, generoso y misionero. Maria empezó a conocer la Familia Salesiana, gracias al Bollettino Salesiano que la maestra recibía cada mes y que le permitía leerlo en clase. El Bollettino narraba las pacíficas conquistas de los misioneros y de las misioneras en tierras lejanas y las gracias extraordinarias obtenidas por intercesión de María Auxiliadora, la Virgen de don Bosco. De este modo, la pequeña Maria, como Jesús, crecía en sabiduría, piedad, prudencia y laboriosidad bajo la mirada vigilante del padre, custodiada por la dulce austeridad de la madre y guiada espiritualmente por el párroco.

Esta rica experiencia familiar impregnada de valores cristianos, la vivirá más tarde sor Maria en tierras ecuatorianas, especialmente en el contacto con la cultura shuar en la Amazonía. Con gratitud y cariño la gente la llamará: “Madrecita buena”. De esta buena madre los Shuar comprenderán fácilmente todo lo que anunciaba. Así emprendió con ellos la aventura de la santidad.

Llegó el momento de tomar la decisión más grande: la vocación de Maria se fue clarificando y ella un día, abiertamente, comunicó esta llamada en primer lugar a su hermana Caterina, diciéndole: «Yo quiero ser religiosa y misionera, pero no se lo digas a nadie...». En otra ocasión, dialogando con el párroco don Bartolo, este le dijo, en el intento de ayudarla a discernir mejor: «Puedes hacer mucho bien también en tu pueblo...». Pero lo peor fue cuando Maria comunicó su elección a sus padres. Su madre, como de costumbre, callaba, mientras que su padre levantó la voz diciendo: «¡Pero... que idea tan extravagante! ¿Quién te ha metido esto en la cabeza?». A pesar de todo, en el corazón de Maria se abrieron nuevos horizontes y su ideal maduró. Dócil al Espíritu Santo hizo lo que el Señor le inspiraba. «El discernimiento nos conduce a reconocer los medios concretos que el Señor predispone en su misterioso plan de amor, para que no nos quedemos solo en buenas intenciones».

Cumplidos los 21 años, Maria escribió en secreto una carta a don Miguel Rúa, pidiéndole ser admitida en el Instituto de las HMA como religiosa misionera. Don Rúa, a su vez, remitió la carta a la Superiora general, madre Caterina Daghero, y más adelante, después de otras gestiones para la admisión a la formación inicial, Maria partió para Milán el 15 de octubre. Cuando llegó a Nizza, tuvo dudas. Efectivamente Maria se acusaba en lo íntimo de su ser de haber realizado aquel santo ideal con un poco de soberbia y de presunción. Decía: «He apuntado demasiado alto, y ahora me siento incapaz...». La Madre general un buen día le preguntó: «¿Cómo estás, querida postulante? ¿Cómo vamos?». Maria no supo cómo responder, el nudo que tenía en la garganta se desató en lágrimas. «Ven conmigo - añadió la Madre – pasearemos un poco por la huerta».

Superadas todas las dudas, las superioras la admitieron a la vestición el 12 de agosto de 1906, y luego a la profesión religiosa. ¡El 17 de septiembre de 1908 era Hija de María Auxiliadora!

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