"Consolad, consolad a mi pueblo, dice vuestro Dios. Hablad al corazón de Jerusalén". (Isaías 40,1-2)
Es una consolación unida a la alegría, a aquel “alegraos” que acompañó toda la vida de María desde el primer SÍ hasta Pentecostés.
Es la experiencia del amor de Dios; de quien ha abierto la puerta del corazón a la voz del Espíritu Consolador.