Comentario al Evangelio del domingo, 4 de febrero de 2018 

      No es difícil poner en relación la primera lectura (Job) con el texto evangélico. Las frases de la primera lectura podrían haber sido dichas en un momento u otro de la vida por cualquiera de nosotros. Todos tenemos la experiencia de sentir que la vida no es más que lucha, esfuerzo, sufrimiento, angustia, cansancio. Y todo envuelto en la vorágine del tiempo que nos arrastra sin dejarnos apenas para pensar ni disfrutar. Basta que logremos superar un problema, una dificultad, para que otra aparezca en el horizonte. Echamos la mirada atrás y vemos el tiempo pasado. Siempre se ha ido demasiado rápidamente. Esperamos una dicha incierta que no sabemos si llegaremos a poseer. 

      Para una cierta parte de la humanidad, aquellos a los que les ha tocado la peor parte, ésta es su experiencia básica de la vida. Pero ni siquiera a los que les ha tocado la mejor parte están exentos de dolores y sufrimientos. Y al final la muerte iguala a todos. Sin piedad. Sin contemplaciones. 

      Desde esta experiencia, tan profundamente humana, el paso de Jesús es una especie de alivio infinito, de consolación, de gozo para el alma. No es de extrañar que los que tuvieron la oportunidad de encontrarse directamente con Jesús, o sencillamente de conocer su existencia, se acercasen a él con la esperanza de que les curase de sus dolencias. De todas sus dolencias. De las del cuerpo y de las del alma, que no se sabe cuáles duelen más. 

      Jesús cogió la mano de la suegra de Simón y la curó. Más tarde, quizá enterados de lo sucedido, fue una multitud de enfermos los que se agolparon a la puerta de la casa donde estaba hospedado Jesús. Todos esperaban ser curados. Todos vieron confirmadas sus esperanzas. Y el demonio del mal les abandonaba para siempre. La gente estaba desesperada pero por fin habían encontrado a alguien que los liberaba del mal. El mismo Jesús tiene conciencia de que esa liberación del mal es parte fundamental de su misión. Quiere llegar a todos. “Vámonos a otra parte, que para eso he venido”. 

      Hoy somos nosotros esa presencia salvadora de Dios en el mundo. Ha puesto en nuestras manos la misión de dar esperanza y vida a los hombres y mujeres de nuestro tiempo que viven agobiados por el dolor, la pobreza o la injusticia. Hoy los cristianos tenemos que decir con Pablo (segunda lectura): “¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio!”

Para la reflexión

¿Me siento enviado por Jesús a liberar a mis hermanos del dolor y el sufrimiento de todo tipo? ¿Soy capaz de acercarme a los que sufren sin miedo? ¿Qué hago para ayudarles a salir de esas situaciones de muerte?

Fernando Torres cmf

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