9742dac99021543b5221375f277059eeLEVÁNTATE: La tragedia de la muerte no queda atemperada por su carácter inevitable. El que la muerte sea, paradójicamente, “ley de vida” nos consuela bien poco cuando esa poco dichosa ley nos arrebata a nuestros seres queridos. Y más aún cuando el que muere apenas ha tenido tiempo de vivir, cuando muere un niño, una persona joven. Son, sobre todo, los padres de quien muere prematuramente los que sienten con crueldad que esa “ley de vida” ha resultado para ellos especialmente injusta, puesto que también es de ley que los padres dejen el mundo antes que los hijos.

En todo este asunto de muerte y de vida, en el que confluyen múltiple factores, unos inevitables (como nuestra fragilidad y limitación temporal), otros puramente casuales (como el fin temprano por enfermedad o accidente), el ser humano se enfrenta con un misterio que le supera, ante el que parece que debe callar, que le plantea también interrogantes religiosos. Este misterio produce además un sentimiento de rebeldía y protesta, y que, tratando de explicar lo injustificable, busca a veces culpables, sin excluir de entre ellos al mismo Dios. La viuda de Sarepta culpa de la más que probable muerte de su hijo a sus antiguos pecados, al profeta de Israel, incluso al Dios al que este representa. Y este mismo Dios, por medio de su profeta, responde al desafío mostrando que no es un Dios de muertos, sino de vivos (cf. Lc 20, 38), que no quiere la muerte, sino que ama la vida (cf. Sab 1, 13-14).

La respuesta definitiva de Dios al desafío que plantea la muerte la ha dado en Jesucristo. Pero esa respuesta no la encontramos (al menos, todavía en su plenitud) en los milagros en los que, como el de hoy, Jesús no “resucita” a un muerto, sino que lo “revive”, lo devuelve a la vida, pero a una vida que sigue afectada por la condición mortal. Entonces, podemos preguntarnos, ¿para qué realiza Jesús este gesto milagroso, que significa una victoria sólo parcial sobre la muerte, que, al final acabará cobrándose su pieza?

El texto de Lucas nos explica la acción de Jesús de modo bien elocuente: “Al verla el Señor, le dio lástima”. La respuesta de Dios al drama de la muerte no es una fría doctrina sobre una futura inmortalidad, sino que viene acompañada de cercanía humana, de compasión, de la voluntad de compartir nuestros dolores y nuestras alegrías. Jesús siente, siente lástima, en primer lugar de la madre que ha perdido a su hijo; siente lástima del hijo que ha muerto prematuramente, sin casi haber vivido; pero siente lástima también de la viuda que, al perder a su único hijo, estaba también condenada a la miseria y probablemente a la muerte. Esa mujer, en aquellas circunstancias, era una auténtica proletaria: alguien que no tenía otra dote que su propia y escasa prole, que ahora había perdido para siempre. Al acercarse, sentir lástima, y devolver la vida al hijo, Jesús está salvando dos vidas, y no sólo de la muerte, sino también de la indigencia y de la humillación.

Y aunque, de momento, parezca que la condición mortal del hombre no haya sido definitivamente vencida, en la actitud de Jesús hay algo que apunta ya a esa derrota completa. Si ante el dolor de la mujer Jesús se inclina con compasión, ante la muerte misma se manifiesta como Señor, dotado de poder. No es un poder para quitar la vida (que es, al parecer, la máxima expresión de poder que los hombres suelen exhibir), sino para darla, pues para él todos están vivos. De ahí que se dirija con autoridad: “¡Muchacho, a ti te lo digo, levántate!” La autoridad de Jesús no realiza sólo un “milagro biológico”, sino que es un gesto de salvación, que señala en la dirección de su futura resurrección y, por tanto, de una vida nueva y plena. El “muchacho”, llamado a levantarse, está siendo llamado también a ser un adulto, a vivir en pie, tomando responsabilidades, no viviendo sólo para sí, sino al servicio de los demás, en primer lugar de su propia madre, cuya vida está siendo salvada junto con la suya. Aunque afectado aún de la condición mortal, Jesús ha sembrado en él ya las semillas de la vida nueva, de la resurrección futura.

Jesús ha realizado un gesto profético, que aquellas gentes, que conocían el episodio de Elías, comprenden: reconocen en Jesús a alguien que es, no sólo un rabino, un maestro de la ley, ni siquiera “un” profeta, sino “un gran Profeta” equiparable a los grandes profetas de la antigüedad, a Elías, el que tenía que venir precediendo al Mesías (Mc 9, 13).

En realidad, Jesús es mucho más. Porque él no sólo devuelve la vida a los muertos (como Elías), sino que en esos milagros está profetizando y anticipando su propia muerte: él es el Hijo único que, en la plenitud de la vida, la entrega libremente por amor y, de esta manera, destruye definitivamente el poder de la muerte e ingresa en una vida nueva, en la que ya no muere más, porque la muerte ya no tiene dominio sobre él (cf. Rm 6, 9). Y esa vida nueva no es un horizonte futuro más o menos incierto, sino que está ya presente entre nosotros, los creyentes en Cristo Jesús, pues él mismo está viviendo en medio de nosotros. Podemos vivir las primicias de la vida nueva del resucitado por medio de la fe y de las obras del amor. La muerte radical, no la meramente biológica, fruto del pecado, nos exilia de Dios, fuente de la vida. Y Jesús, con su encarnación, muerte y resurrección nos ha reconciliado con Él, nos da la oportunidad de vivir en comunión con Él.

La llamada de Jesús al joven hijo de la viuda de Naín es una llamada a la conversión y a la vida nueva dirigida a todos. Pablo también la oyó, pues su conversión fue un pasar de la muerte a la vida, de una forma de entender la religión que le llevaba a perseguir y quitar la vida a los demás, a otra en que tenía que estar dispuesto a ser perseguido y a dar su propia vida por Cristo, por los hermanos, por la Iglesia, por la salvación de todos. También Pablo, como el muchacho del Evangelio, se ha puesto en pie, ha madurado, se ha puesto al servicio.

Cada uno de nosotros tiene que sentir hoy esas palabras como dirigidas a sí mismo en la particular situación en que cada uno se encuentre. Jesús nos llama a no vivir en la postración, a no dejarnos vencer por la muerte que supone el pecado, el egoísmo, el vivir sólo para sí; nos llama a madurar como personas y como cristianos, a vivir de acuerdo con nuestra propia vocación; nos llama a levantarnos y ponernos en pie, a vivir proféticamente, en la vida nueva de la Resurrección, haciendo signos de vida, compadeciéndonos, acercándonos a los que sufren, entregando nuestra propia vida por amor, como testimonio de que alguien que es más que un gran profeta, el hijo de Dios y Mesías, ha surgido entre nosotros y nos está llamando.

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José María Vegas, cmf

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